El Frío

El Frío no depende de los grados que hagan, el Frío depende de lo pocas que sean las ganas, o de lo flojo que sea un abrazo. Puede pasar que un día de octubre se transforme en el invierno más glacial, o puede pasar que en pleno enero, con nieve en los tejados y hielo las pestañas, te des cuenta de que el Frío no es más que una palabra de cuatro letras con acento entre las costillas.

 

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Catálogo de fracasos

Si tuviera que hacer una lista de fracasos, seguramente sería muy larga. No me acuerdo de todos, pero podría contarte unos pocos.

Llevo fracasando desde que me caí por primera vez de esa bicicleta roja que tenía el sillín blanco, cuando mi padre le quitó esas pequeñas ruedas auxiliares que hacen que la bici parezca ortopédica. No recuerdo cuántas veces me caí, pero supongo que fueron bastantes, porque si te fijas en mi rodilla derecha, tengo una cicatriz de una de esas veces. No recuerdo cuántas veces fueron, pero sí recuerdo la primera. Tampoco recuerdo cuántos exámenes suspendí, pero sé que el primero fue de matemáticas. Y tampoco puedo decirte a cuántas personas he decepcionado, pero sí podría decirte el nombre de la persona que me sigue doliendo.

Es curioso cómo olvidamos o recordamos ciertas cosas en función de la intensidad de los latidos del corazón. ¿Los recordamos porque fueron primeras veces o porque nos hicieron latir muy fuerte? Seguramente nadie se pondrá de acuerdo en contestar esta pregunta. Por un lado estarán los médicos de la cabeza. Esos que son esclavos de la lógica y el raciocinio, esos que te tumban las esperanzas, esos que visten traje y corbata. Luego están los médicos del corazón. Pero no me refiero a los cardiólogos. No hablo de personas tituladas. Hablo de esas personas con las que solucionas el mundo en un bar un viernes por la noche cuando llevas más de tres cervezas. Cardiólogos cuya única carrera es la experiencia.

Estos dos cirujanos también viven dentro de cada uno de nosotros y operan a su antojo. Conoce más fracasos el del corazón que el de la cabeza. Pero si haces un repaso a tu historial de operaciones verás que recuerdas con más intensidad las que perdió el primero que las que ganó el segundo.

Fracasos.

Quizá esperabas leer una lista de fracasos. Lamento haberte decepcionado por haberlos olvidado. Lo único que puedo darte es la definición.

Fracaso es ruina. Fracaso es caída. Fracaso es destrozo. Fracaso es que esté lloviendo y tú no.

El miedo.

microcuento

El miedo es una dictadura totalitaria.

Nos ata las manos,

nos cierra los ojos

y nos tapa la boca.

El miedo te engaña,

te retuerce el alma,

te empuja al silencio

y te corta la garganta,

El miedo te aleja,

te coge,

te suelta,

y te da vueltas.

Te quiere ver lejos,

te quiere ver cerca.

El miedo te hace daño,

y te hace hacer daño

El miedo nos ata

y nosotros…

nosotros somos ingenuos e idiotas.

Crash.

VASO

Me sorprende la facilidad con la que algunas personas encuentran al amor de su vida tantas veces en su vida.

El otro día se me cayó un vaso al suelo. Y se me rompió en un montón de trozos diminutos. Había vidrios debajo de todos los muebles. Un desastre, vamos. Después de barrerlos, vi que había trozos más grandes que otros. Si hubiera tenido paciencia, los habría podido volver a unir, pero el vaso ya nunca habría vuelto a tener la apariencia que tenía antes.

Las personas somos como vasos de cristal. Resistimos ciertos golpes, pero de una caída al vacío desde una gran altura no podemos salvarnos. Durante toda nuestra vida, vivimos siendo vasos enteros hasta que conocemos a alguien que nos llena, como se llenan los vasos de vino. Vivimos durante unos tiempos llenos, rebosantes de placer y felicidad. A veces el vaso no se vacía nunca. Suerte la del comensal que siempre tenga vino en su copa.

Pero otras veces, de repente…

crash.

Caída al vacío y toda la cocina perdida de amor. Te rompen de un plumazo y se acaba el vino. Te hunden, más profundo que el Titanic. Te esfuerzas por entenderlo, pero nunca lo haces. Acabas asumiéndolo y ya está. A lo mejor apareció otro vino mejor, o simplemente se acabó la sed de vino y el vaso se fue a la puta. O puede que ni fueras vino. Lo mismo eras calimocho. Imagínate el percal: “¿Me dices que no queda vino y no son ni las 2 de la mañana?”

Te rompen entera y tienes que andar por ahí, sin escayola. Ale, apáñatelas. Te pones parches, tiritas. Remiendos. Pero ni otros besos saben igual, ni otras miradas estremecen de la misma forma, ni otras sonrisas provocan tanta euforia. Joder, qué puto cursi. Y ya puedes estar en los días más calurosos de julio, que va a dar lo mismo. Te vas a congelar.

Pasa el tiempo. Ese que siempre lo cura. Pasan muchos artistas, pero sólo son pintores de brocha gorda. Porque no todos tendrán la paciencia de encontrar todos los trozos (incluso los que estaban detrás del frigorífico). Algún día puede que sí, que llegue alguno con más precisión que Bernini y te recomponga los pedazos (¡hasta los que estaban detrás del frigorífico!). El vaso volverá a parecer un vaso, aunque ya no sea nuevo ni esté intacto. Pero quién sabe, puede que los trozos ajusten tan bien que lo mismo puedes volver a llenarlo de vino. Sólo que ahora tendrás más cuidado y no lo dejarás en el borde de la mesa.

Tendemos a darle más importancia a la persona que rompe el vaso que a la que lo arregla. A la que hizo ‘crash’, y no a la que hizo ‘clic’. ¿Por qué? ¿es que tiene más mérito romper algo que arreglarlo?.

Me sorprende la facilidad con la que algunas personas encuentran al amor de su vida tantas veces en su vida. Demasiados ‘crash’ para un sólo vaso. Cuando ‘Crash’ sólo hay uno. Es duro reconocerle a alguien que no va a ser el boom de tu vida. Porque ya hubo un boom y terminó en crash. El vaso ya no puede hacer el mismo sonido porque ha cambiado de apariencia. Pero clic es el sonido más bonito que puedes escuchar después de un crash.

Lo ideal sería vivir en un eterno boom y nunca escuchar un crash. Lo bueno sería que el clic les llegase a dos personas a la misma vez. Pero la realidad no es una película de Disney que acaba en boda y con todo el mundo comiendo perdices.

No puedo deciros qué narices hay después de un clic porque no lo he vivido todavía, y sinceramente, no me apetece escucharlo. Pero si alguien lo sabe, sería interesante escucharlo. Estaré esperando desde esa terraza desde la que se veía la torre de la catedral de Murcia, donde me quedé a vivir. Me quedaré sujetando un vaso hecho pedazos, bebiendo del vino que no quiero que acabe.

Huckleberry Finn

reading

(Capítulo 16)

«Jim decía que el estar tan cerca de la libertad le hacía temblar y sentirse febril. Bueno, yo puedo decir que a mí también me hacía temblar y sentir fiebre el escucharlo, porque empezaba a darme cuenta de que era casi libre, y, ¿quién tenía la culpa? Pues yo. No podía quitarme aquello de la conciencia, hiciera lo que hiciese. Me preocupaba tanto que no podía descansar; no me podía quedar tranquilo en un sitio. Hasta entonces nunca me había dado cuenta de lo que estaba haciendo. Pero ahora sí, y no paraba de pensarlo y cada vez me irritaba más. Traté de convencerme de que no era culpa mía porque no era yo quien había hecho a Jim escaparse de su legítima propietaria, pero no valía de nada, porque la conciencia volvía y decía cada vez: «Pero sabías que huía en busca de la libertad y podías haber ido a remo a la costa y habérselo dicho a alguien». Era verdad: aquello no había forma de negarlo. Ahí me dolía. La conciencia me decía: «¿Qué te había hecho la pobre señorita Watson para que vieras a su negro escaparse delante mismo de ti y no dijeras ni una sola palabra? ¿Qué te había hecho aquella pobre anciana para tratarla tan mal? Pues había tratado de que te aprendieras tu libro, había tratado de enseñarte modales, había tratado de que fueras bueno por todos los medios que ella conocía. Eso es lo que había hecho».

Me sentí tan mal y tan desgraciado que casi deseaba haberme muerto. Me paseé arriba y abajo de la balsa, insultándome para mis adentros, y Jim se paseaba arriba y abajo frente a mí. Ninguno de los dos podía quedarse quieto. Cada vez que él pegaba un salto y decía: «¡Eso es El Cairo!» era como si me pegaran un tiro, y pensaba que si era El Cairo, me iba a morir del horror.
Jim hablaba en voz alta todo el tiempo mientras que yo hablaba solo. Según él, lo primero que haría cuando llegase a un estado libre sería ahorrar dinero y no gastarse ni un centavo, y cuando tuviera bastante compraría a su mujer, que era esclava en una granja cerca de donde vivía la señorita Watson, y después trabajarían los dos para comprar a sus dos hijos, y si el dueño de éstos no los quería vender, conseguirían que un abolicionista fuera a robarlos.
Al oír aquellas cosas casi se me helaba la sangre. Antes jamás se habría atrevido a decir todo aquello. Así era como había cambiado en cuanto pensó que casi era libre. Es lo que dice el dicho: «Dale a un negro la mano y se toma el codo». Yo pensaba: «Esto es lo que me pasa por no pensar». Ahí estaba aquel negro, al que prácticamente había ayudado yo a escaparse, que decía con toda la cara que iba a robar a sus hijos: unos niños que pertenecían a un hombre a quien yo ni siquiera conocía; un hombre que nunca me había hecho ningún daño.
Lamentaba oírle aquello, porque se rebajaba. Mi conciencia me empezó a doler más que nunca hasta que por fin le dije: «Déjame en paz… todavía no es demasiado tarde; en cuanto se haga de día voy a tierra y lo digo». Inmediatamente me sentí tranquilo y feliz y ligero como una pluma. Habían desaparecido todos mis problemas. Volví a mirar muy atentamente si había una luz, canturreando para mis adentros. Al cabo de un rato se vio una. Jim gritó:
– ¡Estamos a salvo, Huck, estamos a salvo! ¡Levántate y salta de alegría! ¡Por fin es El Cairo, estoy seguro!
Y yo voy y digo:
– Bien, voy a ir a ver con la canoa. Ya sabes, a lo mejor no es.
De un salto preparó la canoa y puso en el fondo su viejo capote para que me sentara en él, me dio el remo y cuando salí me dice:
– Dentro de poco estaré gritando de alegría y diré que todo es gracias a Huck; soy un hombre libre y nunca lo habría podido ser de no haber sido por Huck; ha sido Huck. Jim no lo olvidará nunca, Huck; eres el mejor amigo que ha tenido Jim en su vida y eres el único amigo que tiene ahora el viejo Jim.
Yo iba remando a toda prisa para delatarlo; pero cuando dijo aquello pareció que me quitase todas las fuerzas. Empecé a ir más lento y no estaba muy seguro de sentirme tan contento de haberme puesto en marcha. Cuando estaba a quinientas yardas, Jim va y dice:
– Ahí va mi fiel Huck; el único caballero blanco que ha cumplido sus promesas al viejo Jim.
Bueno, casi me pongo malo. Pero me dije: «Tengo que hacerlo; no puedo dejar de hacerlo». Justo entonces apareció un bote con dos hombres que llevaban escopetas y se pararon, y también yo. Uno de ellos va y dice:
– ¿Qué es eso de ahí?
– Pues una balsa –contesté.
– ¿Vas tú en ella?
– Sí, señor.
– ¿Y van hombres en ella?
– Sólo uno, caballero.
– Bueno, pues hay cinco negros que se escaparon esta noche de allá arriba, donde está la curva. Tu hombre, ¿es blanco o negro?
No respondí inmediatamente. Lo intenté, pero no me salían las palabras. Traté un segundo o dos de hacer fuerzas y decirlo, pero no fui lo bastante hombre: estuve más cobarde que un conejo. Vi que no tenía fuerzas, así que dejé de intentarlo, y voy y digo:
– Es blanco.«

Los domingos son para las chicas que se quedan en pijama en casa.

El cielo era desesperadamente azul, y ni una nube gris que sirviera como excusa para no salir de casa. Pero era domingo, día oficial de la nostalgia y en la televisión volverían a echar esas odiosas películas de sobremesa que tanto le gustaban. Horribles películas maravillosas. Toda una contradicción. Se podría decir que Greta en sí misma era una contradicción. «Rara de cojones», diría su último error. Pero ella no pensaba que fuera tan rara. Quizás un poco peculiar, sólo eso. Por lo demás era una chica normal, con el pelo enredado y las piernas muy largas. Era, como cualquier ser humano, un cuadro de desgracias, pero sólo quien la conocía de verdad sabía que tenía tantos trozos rotos dentro, que podrías formar un puzzle con ellos y te sobrarían piezas.

À bout de souffle.

Patricia: Hay algo en ti que me gusta pero no sé que es… Me gustaría que fuésemos como Romeo y Julieta.

Michel: ¡Eso es de niñas!

Patricia: ¿Ves? En el coche dijiste que no podías vivir sin mí. ¡Pero sí puedes!. Romeo no podía vivir sin Julieta, pero tú sí.

Michel: No, no puedo vivir sin ti.

Patricia: ¡Eso es de niños!

Michel: Sonríeme, cuento hasta ocho. Si hasta entonces no has sonreído, te estrangulo. Dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. Siete y medio. Siete y tres cuartos… eres una cobarde, ¿lo sabes?

Patricia: Hoy no tengo ganas de jugar.

Michel: Una pena, eres cobarde.

Patricia: ¿Por qué dices eso?

Michel: ¡Me enervas!

Patricia: Y tú. Pero no soy cobarde. ¿Cómo sabes que tengo miedo?

Michel: Una mujer que dice que todo va bien y no puede encender un cigarrillo, tiene miedo de algo. No sé de qué, pero tiene miedo.

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Pastillas de velocidad.

Se montaron deprisa en el coche, esperando así escapar al frío invernal que mantenía heladas las calles. El portazo fue tan fuerte que se escuchó varias manzanas a la redonda. El silencio de la calle se trasladó al interior del coche. Tan sólo las respiraciones entrecortadas por el frío. Un vacío que cortaba más que el propio frío.

Los dientes les seguían castañeando. Insomnia miró de reojo el termómetro de la guantera. Seguramente el termómetro no pasaría de los cero grados, pero lamentablemente estaba averiado, desde septiembre sólo marcaba 15ºC, que eran los que tenían que hacer aquella noche de verbena y luces, y se sonrió al comprobar que aún no había perdido la costumbre de mirarlo, aunque no sirviera para nada. Con una vuelta de llave, el motor empezó a rugir, y después de varios intentos, empezaron a moverse. 

Oniria nunca rompía el silencio por miedo a romper otra cosa. A veces, es que simplemente no pensaba en nada. No sabía si eso la hacía más estúpida o más inteligente, pero tampoco le importaba demasiado. Le tranquilizó el coche en movimiento, deslizarse sobre el pavimento cada vez más rápido. Cuanto más deprisa iban, más difícil era identificar las sensaciones. La adrenalina disfrazaba el miedo.

Insomnia decía que ya no tenía miedo, pero quizás no fuera del todo cierto. Oniria tenía miedo de sí misma. Tantos miedos tenían y tanto se callaban, que no fueron conscientes de que el coche iba cada vez más deprisa. La aguja que marcaba la velocidad se movía peligrosamente hacia la derecha.  A Oniria le dio por sonreír. En ese momento, a esa velocidad, lo correcto, lo sensato habría sido detener a Insomnia, un «¡PARA!» a voz en grito hubiera sido suficiente. Pero Oniria no gritaba. Nunca le gritaría. Insomnia ya había escuchado muchos gritos antes. Y no sería ella la que le volviera a recordar lo que era un grito. Así que no dijo nada, como siempre. Se limitaba a sonreír.

En ese momento, a esa velocidad, se sentía segura con Insomnia. Los kilómetros por hora, las ruedas arañando el asfalto, como se araña una espalda cuando llevas encima una botella de vino, los árboles pasando peligrosamente por la ventana, como pasan las hojas de un libro que lees sin prestar atención, la luna sobre el coche y el frío que congelaba las ramas de los pinos que se estremecían ahí afuera, en la noche oscura.

Despropósitos de Año Nuevo.

La Navidad es esa época del año que unos aman y otros odian. Nos guste o no, es el mes de las falsas apariencias, las simpatías extremas y el dar besos a gente que hacía tiempo que no veías (algunos que incluso no te caen bien). Que no creo yo que haya necesidad de tanto beso, pero te tienes que callar y darlos, porque si no eres una estúpida. Las Navidades son puro postureo y El Gordo no nos ha tocado, «pero tenemos salud que es lo importante». En las comidas y cenas familiares las mismas preguntas, la ausencia de aquella sonrisa y las resacas del día después.

Un año más a las espaldas. 365 días tachados y un montón de recuerdos. Gente que ya no está, gente que sigue estando pero un poco más lejos y gente nueva a la que tuviste que hacer un hueco porque de alguna forma u otra, te marcaron. Gente que llegó para desordenarte por dentro y se fue sin avisar. Adiós. Gente que llegó de repente y te curó el frío de cuatro inviernos. Hola. Y además de gente, cosas. Cosas que te hicieron sonreír y otras que te hicieron llorar. Otras que ni fú ni fa, porque te dieron igual. Cosas que hiciste que no deberías haber hecho y cosas que te quedaste con las ganas de hacer. Palabras que dijiste que no tenías que haber dicho, y palabras que te quedaste sin decir por miedo a.

No sé si vosotros lo hacéis, pero la última noche del año, yo guardo un momento para hacer el balance de un año que ha sido y nunca más volverá a ser. Para dar un repaso a ese libro de 365 páginas. Ese momento lo guardo en la cocina, mientras le quito las pepitas a las uvas (llamadme delicada pero un año me atraganté y no quiero volver a pasar por lo mismo). Me gusta hacerlo en silencio. No silencio extremo, porque de fondo tengo las risas de los que siempre están ahí, el sonido de alguna botella descorchándose y en el televisor, en directo la Plaza del Sol. Entonces hago el examen de conciencia, ese en el que nadie te examina. A solas contigo mismo, aunque tengas gente alrededor. El examen de un año de tu vida en el que el único juez eres tú mismo. En ese momento también tienes que hacer esa lista de propósitos mentales para el año siguiente… esos que no cumpliremos y nos volverán a hacernos sentir culpables, inevitablemente frustrados. Siempre son los mismos: aprender un nuevo idioma, ponerse en forma, dejar de fumar… hay gente que hasta pone que quiere encontrar el amor, que yo no sabía que eso se buscaba, pero bueno… hay gente pa tó.

Y siempre llego a la misma conclusión. Se cierra un año del que no hay que arrepentirse de nada. Las palabras, las decisiones, los lugares, las personas… todo ha ocurrido así porque así tenía que ocurrir. Nuestro presente es la consecuencia de nuestro pasado, y nuestro futuro se construye con las causas de nuestro presente (uy qué filosófico me ha quedado). Somos dueños de nuestro destino, pero hay cosas que no están en nuestras manos. No somos señores de las circunstancias. No hay que perder demasiado tiempo pensando en el ayer, en el «qué habría pasado sí», porque de esa manera perdemos oportunidad de disfrutar el hoy. ¿Y respecto a esa lista de propósitos? Yo ya no fabrico esa lista. Se supone que los propósitos son cosas que quieres, pero ¿lo tenéis claro vosotros?. Qué presión más innecesaria. Si no sé ni lo que voy a comer mañana, ¿cómo voy a tener claro lo que quiero hacer éste año…? Lo que sí tengo claro es lo que no quiero en la vida. Mis despropósitos.

Pero esos me los guardo para cuando sean casi las doce, mientras deshueso las uvas en la cocina, a solas conmigo misma, con el ruido de los que siempre están. En silencio. Pero de esos que gritas por dentro.

Feliz Año. Salud, suerte y sonrisas.

nochevieja